La inscripción de muy jóvenes y de extranjeros para votar en comicios municipales nunca ha sido importante y hoy lo es mucho menos. Conviene preguntarse sobre el sentido que puede tener esta práctica.
La política en serio implica participación. Es decir, no se trata de realizar una cantidad de operaciones políticas en un ambiente clausurado, sino de sostener un debate abierto en el seno de un gran espacio público. Cualquier iniciativa dirigida a estimular esa participación debe ser bienvenida. Pero cuando no hay en el ambiente una predisposición marcada a tomar parte en esa discusión y, eventualmente, en la toma de decisiones –como en el caso de una elección, por ejemplo– querer llenar ese vacío con gestos ampulosos e iniciativas llenas de una buena voluntad aparente resulta un poco penoso, por no decir ridículo.
Algo de esto pasa con la iniciativa propulsada desde el municipio en la pasada década, que propuso habilitar a los menores entre 16 y 18 años y a los ciudadanos extranjeros para que elijan autoridades locales, inscribiéndose previamente a ese efecto. De por sí, la instancia de inscripción aparece como un paso burocrático pues, si se decide fomentar la participación de los más jóvenes, estos deberían ser empadronados y poder concurrir a votar, sin más, como cualquier ciudadano.
Pero además, desde el momento en que se lanzó la iniciativa a la actualidad, se ha producido un descenso vertical en un registro de votantes, que en ningún momento, por otra parte, implicó una fluencia importante de personas interesadas en emitir un sufragio. En 1999 se anotaron 2.500 jóvenes, sobre un universo posible de 50 mil; en 2003 ese mismo registro bajó a 300 casos, y este año apenas 40 chicos se habían anotado para votar hasta el día anterior a la clausura del empadronamiento. Los extranjeros que había cumplido con ese requerimiento, por su parte, eran... seis.
En política, como en muchos otros ámbitos, las declamaciones, los grandes gestos y la apariencia de la audacia tienden a tapar la ausencia de hechos. Pero esa propensión bombástica es muy grave, pues es la política la que debe encargarse de que las cosas se hagan, se organicen de acuerdo a un patrón y se direccionen en un determinado sentido. Aunque quizá el vacío retórico sea también una forma de direccionar las cosas, en la medida que se disimula con él la comisión de hechos reales e irrefutables, a los que no conviene airear demasiado porque no van en el sentido de los que podríamos considerar los intereses de la mayoría. El país, al menos sus estamentos dirigentes, están afligidos de una verborragia aguda y de una retórica tanto menos convincente cuanto que quienes la propalan lo hacen casi mecánicamente, al vaivén de impulsos circunstanciales.
Cabe preguntarse en qué medida los chicos de 16 años pueden estar interesados en promover con su voto a un candidato y hasta dónde están capacitados para hacerlo, si sus mayores de 18, 20 ó más años no se distinguen, precisamente, por sentirse atraídos por la política.
Los niveles de ignorancia o desdén respecto de la política entre los más jóvenes son muy altos y no es probable que iniciativas de este tipo vayan a alterar el hecho.
Lo que correspondería hacer, a nuestro entender, es devolver a la política su sentido de compromiso cabal. Es decir, aun admitiendo que es común que la gestión política sea afectada por los intereses de las camarillas y de los grupos de presión, es necesario que esos vicios de conformación casi inevitables no pasen de ser meros engranajes partidarios sin convertirse en el motor del pesado paquidermo político. Consignas, jerarquías implícitas pero arrogantes, y competencias sordas entre personeros del poder, cuyos protagonistas las conocen y niegan formalmente, ponen de relieve que en muchos casos la política se está tornando en un quehacer en sí mismo, en vez de ser lo que debe; esto es, una actividad volcada hacia fuera, hacia el exterior, hacia ese campo de experimentación que es la vida del país en lo que éste representa como posibilidad y como destino.